El cielo de Tokio y el de mi pueblo tienen el mismo color.
A veces claro, a veces tenue, seguido de un cambio de expresión sin hacer escala.
Cada vez que lloré por Aki, que estaba en el cielo, me parecía escucharla, que me respondía.
Por eso grité su nombre entre llantos, porque estoy seguro de que no la perderé.
¡Y lo hice varias veces!

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